lunes, 1 de septiembre de 2014

43. Siempre es 1 de septiembre ...





Tomaba el pepino en una mano y con la otra sacaba una navaja del bolsillo de su desgastado pantalón. Primero cortaba los dos extremos y después procedía a pelarlo pausadamente. Yo observaba sus manos ya torpes cubiertas de un manto de surcos, ajadas por el duro trabajo de campesino más que por la edad. Y ese simple acto trasmitía una magia que atrapaba sin remedio la atención. Después lo partía en dos mitades casi iguales, me entregaba una de ellas y antes de que llegara a sujetarla con mis manos, ya tenía en las suyas la sal para aderezar la deliciosa vianda que estábamos a punto de degustar.

Entonces salíamos de casa, cada uno portando su medio pepino, caminábamos cuatro pasos y nos adentrábamos en el bar "Soplen y marchen", más conocido como el "del Barbero", apodo con el que era conocido el propietario por dedicarse además a cortar pelos y afeitar barbas. Se llamaba Rafael y su hermano Teodoro había estado preso al finalizar la Guerra. Creo que coincidió con el Abuelo en la Prisión Habilitada del Seminario de Cuenca. Después de crucar unas palabras, mi Abuelo pedía un botellín de cerveza para él y una Mirinda para mí, tomábamos asiento alrededor de una pequeña mesa de formica gris con patas metálicas oxidadas y disfrutábamos de un rato de conversación. Casi siempre éramos nosotros los únicos clientes que había a esa hora previa al almuerzo. Hablábamos de lo cotidiano, de los animales que criaba, de alguna historia pasada por la que mi curiosidad de niña me obligaba a preguntarle; otras tocaba criticar a la abuela, sobre todo los días de trifulca. Ahora pienso que no era nada fácil enfadarse con el Abuelo, tenía una gran capacidad para escuchar, atender y entender razones, lo contrario de la abuela.

Un día de agosto, nada más sentarnos y apoyar sobre la mesa su botellín y mi Mirinda, adoptó una voz lenta y grave y me dijo:

- Hermosa, cuando cumpla ochenta años nos juntaremos todos y voy a comprar una tarta tan grande como la rueda de un carro.

- ¿Hay tartas tan grandes abuelo? -le pregunté-.

- Sí, y más grandes aún. -resaltó con una mirada pícara de la que parecían salir chispitas-.

Corría el verano de 1974 y el abuelo Arturo sabía que su existencia, como la de todos, era finita. Le faltaban unos días para cumplir 79 años y con esa edad no se trazan planes ni a corto plazo. Pero lo suyo no era un plan, era un deseo. Reunirse con todos sus hijos y nietos para celebrar su ochenta aniversario "a lo grande" -como decía- a la vez que sacudía la cabeza y sus labios se abrían esbozando una sonrisa cómplice que cerraba con un "mecachís que si".

Cómo me hubiera gustado en ese momento que ignoraba gran parte de su existencia, al igual que ahora que he podido desvelar una parte de ella, recorrer las galerías del alma del Abuelo. Saber que sentía y pensaba un hombre al que la vida nunca se lo había puesto fácil, ni tan siquiera en sus últimos años. Un hombre que perdió la libertad en septiembre de 1939 y que desde aquellos trágicos años nunca pudo volver a sentirse libre. A menudo observaba sus ojos nublados y pensaba que recogía todas las lluvias en su mirada.

El abuelo nació el 1 de septiembre de 1895. Cuarenta y cuatro años después, el 1 de septiembre de 1939, era detenido por miembros de la Guardia Civil y un grupo de falangistas locales con deseo de sangre, y encarcelado por un delito de auxilio a la Rebelión.

Nunca llegó a cumplir ochenta años. Un derrame cerebral acabó con su vida el 19 de mayo de 1975. No hubo fiesta, ni tarta. Tan solo un manto de infinita tristeza que nos cubrió a todos. Y fué enterrado "como dios manda" y sobre su féretro una primera losa cubrió su tumba con la leyenda "Arturo Torres Barranco. Tu esposa e hijos no te olvidan". Pero había una segunda losa sobre la primera, una losa aún más pesada, imperceptible para todos y que el abuelo llevó sobre sus hombros durante muchos años, y que no era otra que una condena emitida por un tribunal militar franquista que a fecha de hoy no ha sido anulada.

Desde entonces, cada 1 de septiembre pienso en él y en la tarta tan grande como la rueda de un carro que nunca pudo disfrutar.

Decía García Marquez que "lo malo de la muerte es que es para siempre" y es una verdad absoluta.

Yo digo que el recuerdo también es para siempre, y es otra verdad absoluta.


María Torres
Nieta de un republicano español